martes, 21 de diciembre de 2010

Ya casi termina el 2010...

Este año fue muy satisfactorio. Al fin vieron la luz mis dos primeros libros, una novela y un volumen de cuentos. Tuve la fortuna de ir a Saltillo, Monterrey, Oaxaca y Guadalajara a presentarlos. Y pese a que soy una completa desconocida en el mundo de las letras, tuve gratas experiencias y comentarios alentadores de gente que me ha leído. Ahora que ya estoy más tranquila, pensaba publicar algunas fotografías de esos eventos, pero al final no me dieron ganas.
Prefiero ocupar este espacio para escribir que siento un terrible desasosiego por la forma en la que estamos terminando el año: Don Alejo, doña Marisela, Michoacán, el Ponchis, la explosión en San Martín Texmelucan y un sinfín de etcéteras que tienen que ver con el caos, la indiferencia y la injusticia. Y justo cuando pienso que ya no puede haber nada peor, surge otra situación más explosiva que la anterior, pero ya son tantas y tan cotidianas, que terminan por diluirse, como si fueran hechos de un pasado muy remoto.
Y sin embargo puedo decir que el hombre del año fue don Alejo Garza Taméz y que las mujeres del año fueron doña Isabel Wallace y doña Marisela Escobedo Ortiz; por su fortaleza y dignidad. Aunque hay que reconocer que en primer lugar nunca debieron estar expuestos (ni ellos ni nadie) a las situaciones que los orillaron a ser quienes son y (en dos de estos casos) a morir asesinados.
No profeso religión alguna y la Navidad para mí sólo es un gran pretexto para reunirme con los seres que quiero, compartir comida deliciosa y, en el mejor de los casos, regalar algún obsequio. No me siento deprimida ni mucho menos, pero este fin de año, sí siento que la situación está completamente fuera de control. Los únicos que la deben estar pasando de maravilla son los altos funcionarios de gobierno, quienes no conformes con un alto salario mensual (por no hacer su trabajo), se han regalado jugosos aguinaldos, algo verdaderamente insultante para la mayoría de los mexicanos.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Presentación este 1 de octubre...


sobra decir que están todos cordialmente invitados.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Una nota en Milenio Guadalajara

Producto de una entrevista que me hizo Édgar Velasco:


miércoles, 8 de septiembre de 2010

Y, pocos días después, vino la fiesta...




Antes de la gran fiesta de DF Confidencial...



Uno de mis libros favoritos, cuya reseña, apenas me entero salió en Metapolítica en enero-febrero 2010

El hombre sin cabeza de Sergio González Rodríguez

Dice una leyenda que a mediados del siglo XIX, los insurgentes (futuros revolucionarios) se enfrentaron contra los conservadores, en un camino que llevaba a la ciudad de México. El resultado de esta batalla fue la decapitación de un revolucionario, cuya cabeza fue llevada a la capital para ser exhibida como advertencia para aquellos que quisieran rebelarse contra el gobierno. Los conservadores regresaron por el caballo y el cuerpo, pero éstos ya habían desaparecido. Desde entonces se dice que en las noches oscuras, se pueden oír los golpes de cascos de un caballo, y al jinete buscando su cabeza.
La anterior es la leyenda mexicana, si embargo la nacionalidad del decapitado cambia dependiendo del país donde se cuente. Lo que se conserva es la esencia: se trata de un hombre asesinado injustamente, quien deambula en busca de su cabeza, o de sus ideales, si lo vemos desde el punto de vista metafórico.
La realidad parece haber rebasado a esta fantasía romántica, al menos en nuestro país. No sólo sorprende el número de asesinados; sobre todo aterroriza el modo, pues los decapitados, descuartizados, mutilados. Todos parecen participar de esa actividad macabra: grupos del crimen organizado, asesinos solitarios, políticos, el ejército y, por desgracia, civiles.
Ante este desatino, Sergio Gonzáles Rodríguez propone un magnífico libro: híbrido entre ensayo, crónica y anecdotario personal, en el que aborda el origen antropológico y personal de la violencia y, particularmente, de las decapitaciones. Esta violencia despiadada, según el autor, es producto de una crisis institucional, en la que las más altas autoridades de las corporaciones policíacas y del ejército han sido corrompidas por el jugoso negocio del narcotráfico.
González Rodríguez nos lleva de la mano a través de la historia, visitando diferentes culturas; desde las pirámides de calaveras que forman parte del folclor de diversas civilizaciones, el mito de Perseo que busca la cabeza de la Medusa, Salomé –en sus diversas representaciones pictóricas– recibiendo la cabeza de San Juan Bautista, la invención de la guillotina, el suicidio de Yukio Mishima y películas como Barton Fink o Seven.
El autor propone que el fenómeno de los decapitados no se debe solamente a una manifestación del incremento de la violencia, también se debe a que los señores de las drogas hacen uso de sacrificos y brujerías para, según ellos, mantener su poderío, de modo tal que se ha consolidado un sincretismo que incluye a San Judas Tadeo, La Santa Muerte, Malverde y la Virgen de la Caridad del Cobre. El culto criminal pone en evidencia una “deshumanización” de las víctimas, cuyos cuerpos decapitados son usados como simples mensajes para sus enemigos, como si se tratara de objetos sin vida ni historia. Este uso del cuerpo generó sorpresa en un inicio, pero ahora parece haberse asimilado en la sociedad como un hecho más que, por desgracia, es ya cotidiano.
Además del incremento del narco –con sus atroces crímenes– y de su inserción en las más altas esferas políticas y económicas, el autor afirma que éste ha perneado en todos los ámbitos de la sociedad: la música, la forma de vestir, las novelas, las leyendas urbanas y hasta la posición de los jóvenes ante la vida.; de modo que ya podemos hablar de una cultura del narco.
El valor real de este libro reside, a mi modo de ver, en el uso de múltiples resonancias culturales, diacrónicas y personales para plantear la violencia en el México contemporáneo. Y justo esa combinación de resonancias crea un eco perturbador para el lector, quien se puede sentir identificado en prácticamente todos los niveles del libro, ya que todos somos testigos, a diferentes grados, de la violencia cotidiana y de sus consecuencias.

Este libro plantea que hay algo más que permea a la sociedad mexicana, algo que va más allá del morbo o de la resignación, algo que aún no tiene nombre y que sólo puede vislumbrarse con un análisis que no deje de lado en ningún momento la subjetividad del autor, justo como lo hace Sergio González Rodríguez en este libro. Este recurso de involucramiento por parte del autor le da un giro al recuento de atrocidades; al mismo tiempo que nos permite asomarnos a las impresiones emocionales de una persona ante la barbarie.
Regresemos a la leyenda del hombre sin cabeza, pues la pérdida de ésta remite a la pérdida de la razón, al desvarío en el que se encuentra el país, decapitado y sin líderes claros que afronten la situación.

martes, 31 de agosto de 2010

¡Por fin, mi primera novela en Almadía!


Y por si fuera poco, mi primera colección de cuentos en Jus

El miedo

Llegar a tu departamento y encontrar la puerta emparejada, cuando sabes que no debiera haber nadie dentro, tendría que ser un aviso para no entrar. Pocos pasos antes de alcanzar la puerta supe que alguien se habría metido, sentí vértigo y pasaron tantas imágenes por mi cabeza que soy incapaz de describir una sola. Verifiqué lo primero y más importante, Kato. Sentí un gran alivio cuando levantó su cabeza con las orejas firmes, mientras su cuerpo permanecía hecho bolita sobre el colchón. Luego revisé el departamento, sólo faltaba mi computadora y una cámara fotográfica. Ninguno de los dos aparatos vale la pena. La computadora tiene ya cinco años de trabajo rudo, la memoria está saturada y presenta fallas técnicas que, según un experto, no vale la pena componer. La cámara con casi 4 años de antigüedad ya es obsoleta. Es lo único que falta y claro, tampoco es que haya mucho que llevarse. La tele pesada y estorbosa a veces se apaga sola, el aparato de sonido no toca mp3 y a la consola le falta la aguja. Los reproductores de DVD y VHS se traban con frecuencia. No tocaron la compu de JM, seguramente porque se encuentra al fondo del departamento.
Luego del susto y tratando de neutralizar la sensación de despojo y vulnerabilidad, hago el recuento de los daños: afortunadamente mi perro está bien, no lo madrearon, envenenaron o se lo llevaron. Tuvo que ser alguien conocido, que ha entrado a casa y que conoce a Kato; incapaz de hacer daño y, mucho menos, de distinguir a un amigo de un enemigo. Afortunadamente está aquí, tan tranquilo, conchudo y demandante como siempre. Lo que en verdad me frustra son los archivos. Perdí mi tesis de maestría casi terminada, 14 capítulos de una novela, apuntes, cuentos, cientos de fichas de investigación, textos que he publicado y otros que, al fin en formato libro, están por salir. De la mayoría no guardo respaldo. Además fotos de estancias con becas en Italia y España, del trabajo en el Taller de artes y oficios de Bogotá, de nuestro deambular (mío y de JM) por las hermosas calles de Bogotá y París, presentaciones de libros y revistas de mi pareja y de amigos entrañables, ferias de libro, trabajos de mis alumnos de talleres de encuadernación, fiestas familiares y borracheras con amigos, los tres lugares donde hemos vivido, nuestro perro desde que llegó con nosotros… Sonará ridículo, pero es como si esos hechos no hubieran sucedido, porque el registro fotográfico simplemente ya no existe.
Y luego está la sensación de desnudez. Puedo superar, con dificultad, que se hayan llevado parte de mi vida en archivos; sin embargo la sensación de que uno o varios desconocidos haya entrado a mi departamento, donde hago lo más íntimo de mi vida cotidiana; resulta perturbador. Ahora me siento insegura y vulnerable; como si pudieran regresar en cualquier momento. Casi a diario despierto de madrugada, camino por el pasillo, tratando de descubrir algo anormal en las sombras nocturnas. Cuando llego a la puerta, verifico que esté bien cerrada, con la cadena atorada y, para despejar dudas, me asomo por la mirilla. Sobra decir que nunca he notado algo extraño.
Trato de tranquilizarme, aspiro hondo. Y de nuevo las dudas, los ruidos del edificio que ahora me resultan tan sospechosos, el rechinido de la duela, los camiones de carga que pasan por la avenida y, sobre todo Kato, que tiene por costumbre gruñir y ladrarle a la nada, a un vacío que está dentro del departamento, en una pared, en una esquina, debajo de un sillón; donde evidentemente no hay nadie.
Supongo que me llevará un tiempo. Las amistades ayudan, se crea una comunidad de los “también se metieron en nuestro departamento”, se cuentan las anécdotas y se escucha con atención, asintiendo con la cabeza. Te dan consejos e insisten en el hecho de que pudo haber sido peor. Y es cierto, pero aún así, el miedo aún no se ha ido.

miércoles, 5 de mayo de 2010

El odio


Libertad, igualdad y fraternidad. Yo empecé a estudiar francés por la literatura y esta frase fue de las primeras que nos hicieron memorizar como si estuviéramos en el catecismo, como si Francia, por el simple hecho de enarbolar estas palabras fuera la depositaria y guardiana absoluta de estos principios.

En 1995 hubo serios disturbios en los suburbios de París, mostrando la difícil situación social de estos suburbios franceses, conocidos como banlieues. El término banlieue se parece más al mexicano que al gringo, en el sentido de que no se trata de un suburbio poderoso y adinerado, como pueden ser algunos barrios de Satélite, se refiere más bien a lugares como Ecatepec, Nezahualcóyotl o Iztapalapa; que están en el límite de la ciudad y de la frontera con otros estados. Así, banlieue se refiere a las comunidades suburbanas –con alto nivel de desempleo, altos rangos de crímenes y frecuentemente, residentes extranjeros.
La destrucción que ocasionó la segunda Guerra Mundial en Francia, obligó a iniciar la reconstrucción del país, financiada en parte por el plan Marshall, con el objetivo de alimentar la producción industrial. En 1962, al terminar la guerra con Argelia, 900,000 pieds-noirs (diríase en español “espaldas mojadas”) se establecieron en el sur de Francia, así como 91,000 Harkis, argelianos de origen que pelearon a favor de Francia durante la guerra. La población de Montpellier creció 40% entre 1960 y 1970.
Los departamentos antes habitados por la clase media, fueron desocupados porque la situación económica mejoró y se mudaron dentro de la ciudad, por lo que estos condominios fueron ocupados por los inmigrantes. Con base en un concepto de Le Corbusier, de separar áreas de ciudades de acuerdo a su función: viviendas, centros comerciales y centros de trabajo; conectados por autobuses, dio como resultado el aislamiento de los suburbios con dos consecuencias:
- Poca actividad en las noches y los domingos, con autobuses limitados.
- Desempleo masivo en la década de 1970, con serias consecuencias para los niños y la juventud, que no crecieron con la expectativa de conseguir un trabajo.
Al mismo tiempo, el gobierno construyó, en zonas centrales de la ciudad, departamentos y oficinas de lujo para eliminar a los pobres del lugar; dando como consecuencia que los hijos de inmigrantes se sintieran ajenos a la cultura de sus padres y a la cultura del lugar donde nacieron y crecían, debido a un racismo cultural e institucional, pues Francia siempre ha tenido un serio problema para lidiar con los principios que ostenta y con su realidad histórica colonial y de la Segunda Guerra Mundial. Por lo que es común que los hijos de inmigrantes tengan dificultades para conseguir un trabajo, rentar un departamento, entrara a una disco; por su nombre o color de piel. Y lo peor es que tal discriminación no es ilegal. De hecho los que viven en los suburbios se quejan con frecuencia de controles de policía en los que sus garantías individuales son vejadas, por lo que la autoridad policial es odiada y carece de confianza.

Bajo este contexto, que no es muy diferente al que se vive en la ciudad de México con autoridades corruptas y una marcada preferencia por el güero y el “fresa”. La película en blanco y negro, L’haine (El odio) dirigida por Mathieu Kassovitz en 1995, es un estudio sociológico de la cruda realidad de los suburbios de París, en la que sus habitantes experimentan de forma cotidiana el racismo, la discriminación y el desempleo. La película se centra en la experiencia de tres rechazados de la sociedad un día después de que ocurrieron disturbios en su barrio, en respuesta a que uno de los suyos fue golpeado por la policía. Cada uno de los personajes representa un grupo visible de la discriminación en la Francia contemporánea. Hubert, africano, es un dealer de marihuna, que tenía un gimnasio de box, ahora destruido por el vandalismo de los disturbios. Saïd, árabe, trata de mediar entre sus amigos, estupefacto ante la violencia. Vinz, judío, quien encuentra una arma olvidada por la policía durante los disturbios, es el más enojado de todos y está dispuesto a ofrecer violencia y destrucción a la menor provocación.
Esta película reflexiona sobre la situación política, social y económica en la que viven los jóvenes marginados de los suburbios, asociados con un estado económico, social y geográfico que los estigmatiza. La frase recurrente y tabla de salvación jusqu’à maintenant, tout va bien, (hasta ahora todo va bien) que se repite constantemente en la película, encarna la personalidad de los protagonistas, ya que saben que hay poca o nula esperanza de escapar del banlieue y de lo que eso representa.


El hecho de ser estigmatizado por el lugar de origen, se aplica a todos los suburbios del mundo, sin importar la raza. En este sentido, los banlieues son universales, todo el que vive ahí es excluido del resto de la sociedad. Y el odio de clase que surge a partir de esa exclusión sin ser completamente justificada, sí llega a ser comprensible, e incluso viable.
Kassovitz muestra de forma sencilla, sutil e, incluso, inocente lo que representan los problemas de las comunidades excluidas, a través de sólo tres personajes, en un contexto de desempleo, racismo, brutalidad policiaca, aislamiento y desesperación; eso es lo que pulula en los suburbios de Francia y, también, en las ciudades dormitorio de la ciudad de México. No nos sorprenda que el odio se respire en el metro, en el suburbano, en el metrobus y en cualquier calle, a cualquier hora. La revancha ya no tiene nombre, ni rostro, ni justificación; cada vez nos queda menos de qué agarrarnos para no sucumbir a las garras del odio visceral y destructivo.

L’haine no es una película deprimente, más bien es una tragicomedia, divertida y transgresora, tierna y emotiva. El humor es ácido e irónico, lo más sincero que los protagonistas pueden mostrar para explayar su impaciencia y desesperación, parece ser la única arma de los excluidos ante la brutalidad y la cerrazón de los policías y la clase media dominante, ajena a la realidad de los suburbios.
Tanto los personajes de la película, como las personas excluidas del resto de la sociedad por su estatus económico, color de piel, pertenencia a algún grupo étnico, etcétera; sólo conocen la violencia, y esa es su única arma ante lo desconocido.


El odio no es un sentimiento improvisado, hormonal o telenovelesco; el odio, como el amor, es un sentimiento arraigado, que nace de una percepción del aquí y del ahora, de una realidad contundente, que está allí, aunque nuestras autoridades y comunicadores se empeñen en maquillar con un Teletón o con una campaña por nuestros hermanos de Haití. El odio está latente, cada vez más fuerte e intolerante, las consecuencias pueden ser funestas, pues el odio ya permea todos los estratos.

domingo, 24 de enero de 2010

Los dioses del caos, la locura y el mal gusto



Un suicidio siempre tiene una razón y desconocerla resulta perturbador, pues sacude nuestras certezas, sobre todo si se trata de uno de los escritores más irreverentes y divertidos de todos los tiempos. John Kennedy Toole nació en diciembre de 1937 en Luisiana. Y a pesar de su talento y oportunidades, en vida, siempre se consideró un perdedor.
Escribió su primera novela a los 16 años. (La Biblia de neón). Fue un magnífico estudiante, sobreprotegido por su madre. Se graduó en la Universidad de Tulane. Y varias veces intentó desprenderse del seno materno, pero siempre regresó. Hizo una maestría en lengua inglesa en la Universidad de Columbia y fue asistente de profesor de inglés en Lafayette Luisiana. Luego, mientras intentaba hacer un doctorado en la Universidad de Columbia, dio clases en el colegio Hunter.
En 1961 sirvió para el ejército de E.U.; daba clases de inglés a los reclutas hispanohablantes en Fort Buchanan, donde escribió La conjura de los necios. Luego de dos años, regresó a vivir con sus padres y a dar clases en el Dominican Collage, una escuela católica para mujeres.
Simon and Shuster rechazó su manuscrito argumentando que “no trataba realmente de nada”, aunque se cree que la negativa fue porque la obra era demasiado dura. El ánimo de Toole se deterioró rápidamente al recibir continuas negativas, y perdió la esperanza de publicar su libro. Se emborrachaba constantemente y abandonó sus actividades profesionales. Hundido en una profunda depresión, se consideraba un absoluto fracasado.

La purificación de un pueblo
La Biblia de neón está ubicada en una comunidad del Mississipi rural hundida en la ignorancia y sometida a los caprichos de un predicador bautista, que decide quién debe ir a una institución del estado o ser confinado en un hospital mental, por “caridad cristiana”. En lo alto de su iglesia brilla una gran Biblia de neón. La llegada de la tía Mae, una mujer progresista y liberal, para vivir con la familia de David, hijo único de tres años, no es bien vista por la comunidad. Esto aunado a la pérdida de empleo del padre de David debido a la Gran Depresión, obliga a la familia a mudarse a las afueras del pueblo, sumidos en una pobreza cruel y solitaria, pues los habitantes del pueblo recrudecen su actitud contra ellos, en un intento por mantener la “pureza” del lugar. Las consecuencias para David y su familia son funestas.
David es peculiarmente inteligente y su aislamiento forzado agudiza la observación de su entorno, convirtiéndose en un indefenso testigo de la ignorancia que provoca la satanización de las diferencias inherentes al ser humano.

Salvar el mundo a través de la depravación
Ignatius J. Really, el personaje de La conjura de los necios, es un hombre alto y obeso, de labios carnosos y grasientos, cachetón, con bigote, de ojos altaneros y con una eterna gorra con orejeras. Es desaseado y eructa todo el tiempo debido a un problema en su válvula pilórica. A pesar de ser un egresado de la universidad, se la pasa encerrado en su apestoso y desordenado cuarto, escribiendo contra el siglo que le tocó vivir. Ignatius nos hace pensar que en los diez años, aproximadamente, que transcurrieron entre la escritura de La Biblia de neón y La conjura de los necios, Toole pasó de lo trágico y, lo melodramático, a lo cómico y satírico; como el tratamiento de ambas novelas atestiguan.
La madre de Ignatius lo obliga a conseguir un empleo y logra entrar en una fábrica, esta situación desencadena una serie de acontecimientos inesperados, debido a su personalidad claramente rebelde: medievalista, ultracatólico, partidario de la monarquía totalitaria; que desaprueba los vicios, la mediocridad, superficialidad y banalidad del siglo XX; un personaje visiblemente en contra del “progreso” y la tolerancia, que piensa que “los dioses del caos, la locura y el mal gusto se han apoderado del mundo moderno”. Sin embargo sus acciones lo delatan como un sujeto miserable, inmaduro, glotón, cobarde, perezoso y caprichoso; incapaz de resolver los problemas prácticos de la vida cotidiana, pero dispuesto a embarcarse en los escenarios más quijotescos y absurdos.
El resto de los personajes parecen sacados de una obra de vaudeville, pues simbolizan los vicios, agrandados hasta lo grotesco, de la sociedad moderna; que Ignatius ridiculiza constantemente, pero es tan apático y perezoso que prefiere usar su inteligencia para validar y racionalizar su propio rechazo al mundo, en lugar de poner en práctica la rebelión tal y como lo exige su credo: “salvar el mundo a través de la depravación”.
A fin de cuentas Ignatius se considera una víctima de la época que le tocó vivir, pero también victimiza a quienes se cruzan en su camino, para salirse con la suya: vive a expensas de su madre, aterroriza a su patrón en una fábrica, se come los hotdogs que debería vender en un puesto callejero que tiene como segundo empleo. Constantemente se aprovecha de los demás, sólo para satisfacer sus necesidades más inmediatas, aplicando, descaradamente y sin sutilezas, las reglas que rigen la sociedad.
Durante el desarrollo de la historia Ignatius logra escapar de situaciones absurdas, de la manera más torpe y azarosa, por ejemplo, casi al inicio de la novela, lo arrestan en una tienda departamental porque se ve raro y ésta concluye cuando logra escapar de una ambulancia que pretende llevarlo a una hospital psiquiátrico. Tanto el desarrollo de la trama como el final mismo, nos orillan a pensar que Ignatius J. Reilly quizá no es el eterno perdedor, sino un astuto bufón en cuyas garras han caído todos, incluido el lector.

Toole, un perdedor
Toole en la vida real era completamente opuesto a Ignatius J. Reilly, el único elemento que los une es la madre posesiva y manipuladora, pero Ignatius logra lo que Toole nunca pudo: mandarla al diablo. Precisamente esta tormentosa relación con Thelma Toole ha generado especulaciones sobre la supuesta homosexualidad que el escritor no se atrevió a asumir. Pero aunque esto fuera verdad, el conflicto del escritor pudiera ser más complejo. Sus personajes se mueven constantemente en un mundo sexual, pero ninguno de ellos tiene sexo. Quizá, al igual que el escritor satírico del siglo XVIII Jonathan Swift, Toole entendía el poder del impulso sexual, pero se sentía turbado por que consideraba que el acto era grotesco. Es posible que Toole repeliera cualquier tipo de sexualidad y no sólo la propia, que además era definitivamente homosexual.

Toole se suicidó –poniendo el extremo de una manguera de jardín en el tubo de escape de su coche y el otro en la ventanilla del conductor– a inicios de 1969, luego de una fuerte discusión con su madre, quien destruyó y nunca reveló el contenido de la nota que dejó su hijo. Poco después, Thelma Toole concentró sus energías en la publicación de La conjura de los necios, que finalmente fue aceptada por Walter Percy en 1980. Un año después, obtiene el Pulitzer de ficción y el premio a la mejor novela en lengua extranjera en Francia.

Desde Nueva Orleáns, la estatua de Ignatius Reily parece guardar celosamente el secreto del suicidio de su autor: el gran perdedor John Kennedy Toole.

martes, 12 de enero de 2010

2010



Nos dio el pretexto para reunirnos con nuestros amigos.