miércoles, 5 de mayo de 2010

El odio


Libertad, igualdad y fraternidad. Yo empecé a estudiar francés por la literatura y esta frase fue de las primeras que nos hicieron memorizar como si estuviéramos en el catecismo, como si Francia, por el simple hecho de enarbolar estas palabras fuera la depositaria y guardiana absoluta de estos principios.

En 1995 hubo serios disturbios en los suburbios de París, mostrando la difícil situación social de estos suburbios franceses, conocidos como banlieues. El término banlieue se parece más al mexicano que al gringo, en el sentido de que no se trata de un suburbio poderoso y adinerado, como pueden ser algunos barrios de Satélite, se refiere más bien a lugares como Ecatepec, Nezahualcóyotl o Iztapalapa; que están en el límite de la ciudad y de la frontera con otros estados. Así, banlieue se refiere a las comunidades suburbanas –con alto nivel de desempleo, altos rangos de crímenes y frecuentemente, residentes extranjeros.
La destrucción que ocasionó la segunda Guerra Mundial en Francia, obligó a iniciar la reconstrucción del país, financiada en parte por el plan Marshall, con el objetivo de alimentar la producción industrial. En 1962, al terminar la guerra con Argelia, 900,000 pieds-noirs (diríase en español “espaldas mojadas”) se establecieron en el sur de Francia, así como 91,000 Harkis, argelianos de origen que pelearon a favor de Francia durante la guerra. La población de Montpellier creció 40% entre 1960 y 1970.
Los departamentos antes habitados por la clase media, fueron desocupados porque la situación económica mejoró y se mudaron dentro de la ciudad, por lo que estos condominios fueron ocupados por los inmigrantes. Con base en un concepto de Le Corbusier, de separar áreas de ciudades de acuerdo a su función: viviendas, centros comerciales y centros de trabajo; conectados por autobuses, dio como resultado el aislamiento de los suburbios con dos consecuencias:
- Poca actividad en las noches y los domingos, con autobuses limitados.
- Desempleo masivo en la década de 1970, con serias consecuencias para los niños y la juventud, que no crecieron con la expectativa de conseguir un trabajo.
Al mismo tiempo, el gobierno construyó, en zonas centrales de la ciudad, departamentos y oficinas de lujo para eliminar a los pobres del lugar; dando como consecuencia que los hijos de inmigrantes se sintieran ajenos a la cultura de sus padres y a la cultura del lugar donde nacieron y crecían, debido a un racismo cultural e institucional, pues Francia siempre ha tenido un serio problema para lidiar con los principios que ostenta y con su realidad histórica colonial y de la Segunda Guerra Mundial. Por lo que es común que los hijos de inmigrantes tengan dificultades para conseguir un trabajo, rentar un departamento, entrara a una disco; por su nombre o color de piel. Y lo peor es que tal discriminación no es ilegal. De hecho los que viven en los suburbios se quejan con frecuencia de controles de policía en los que sus garantías individuales son vejadas, por lo que la autoridad policial es odiada y carece de confianza.

Bajo este contexto, que no es muy diferente al que se vive en la ciudad de México con autoridades corruptas y una marcada preferencia por el güero y el “fresa”. La película en blanco y negro, L’haine (El odio) dirigida por Mathieu Kassovitz en 1995, es un estudio sociológico de la cruda realidad de los suburbios de París, en la que sus habitantes experimentan de forma cotidiana el racismo, la discriminación y el desempleo. La película se centra en la experiencia de tres rechazados de la sociedad un día después de que ocurrieron disturbios en su barrio, en respuesta a que uno de los suyos fue golpeado por la policía. Cada uno de los personajes representa un grupo visible de la discriminación en la Francia contemporánea. Hubert, africano, es un dealer de marihuna, que tenía un gimnasio de box, ahora destruido por el vandalismo de los disturbios. Saïd, árabe, trata de mediar entre sus amigos, estupefacto ante la violencia. Vinz, judío, quien encuentra una arma olvidada por la policía durante los disturbios, es el más enojado de todos y está dispuesto a ofrecer violencia y destrucción a la menor provocación.
Esta película reflexiona sobre la situación política, social y económica en la que viven los jóvenes marginados de los suburbios, asociados con un estado económico, social y geográfico que los estigmatiza. La frase recurrente y tabla de salvación jusqu’à maintenant, tout va bien, (hasta ahora todo va bien) que se repite constantemente en la película, encarna la personalidad de los protagonistas, ya que saben que hay poca o nula esperanza de escapar del banlieue y de lo que eso representa.


El hecho de ser estigmatizado por el lugar de origen, se aplica a todos los suburbios del mundo, sin importar la raza. En este sentido, los banlieues son universales, todo el que vive ahí es excluido del resto de la sociedad. Y el odio de clase que surge a partir de esa exclusión sin ser completamente justificada, sí llega a ser comprensible, e incluso viable.
Kassovitz muestra de forma sencilla, sutil e, incluso, inocente lo que representan los problemas de las comunidades excluidas, a través de sólo tres personajes, en un contexto de desempleo, racismo, brutalidad policiaca, aislamiento y desesperación; eso es lo que pulula en los suburbios de Francia y, también, en las ciudades dormitorio de la ciudad de México. No nos sorprenda que el odio se respire en el metro, en el suburbano, en el metrobus y en cualquier calle, a cualquier hora. La revancha ya no tiene nombre, ni rostro, ni justificación; cada vez nos queda menos de qué agarrarnos para no sucumbir a las garras del odio visceral y destructivo.

L’haine no es una película deprimente, más bien es una tragicomedia, divertida y transgresora, tierna y emotiva. El humor es ácido e irónico, lo más sincero que los protagonistas pueden mostrar para explayar su impaciencia y desesperación, parece ser la única arma de los excluidos ante la brutalidad y la cerrazón de los policías y la clase media dominante, ajena a la realidad de los suburbios.
Tanto los personajes de la película, como las personas excluidas del resto de la sociedad por su estatus económico, color de piel, pertenencia a algún grupo étnico, etcétera; sólo conocen la violencia, y esa es su única arma ante lo desconocido.


El odio no es un sentimiento improvisado, hormonal o telenovelesco; el odio, como el amor, es un sentimiento arraigado, que nace de una percepción del aquí y del ahora, de una realidad contundente, que está allí, aunque nuestras autoridades y comunicadores se empeñen en maquillar con un Teletón o con una campaña por nuestros hermanos de Haití. El odio está latente, cada vez más fuerte e intolerante, las consecuencias pueden ser funestas, pues el odio ya permea todos los estratos.

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