martes, 31 de agosto de 2010

El miedo

Llegar a tu departamento y encontrar la puerta emparejada, cuando sabes que no debiera haber nadie dentro, tendría que ser un aviso para no entrar. Pocos pasos antes de alcanzar la puerta supe que alguien se habría metido, sentí vértigo y pasaron tantas imágenes por mi cabeza que soy incapaz de describir una sola. Verifiqué lo primero y más importante, Kato. Sentí un gran alivio cuando levantó su cabeza con las orejas firmes, mientras su cuerpo permanecía hecho bolita sobre el colchón. Luego revisé el departamento, sólo faltaba mi computadora y una cámara fotográfica. Ninguno de los dos aparatos vale la pena. La computadora tiene ya cinco años de trabajo rudo, la memoria está saturada y presenta fallas técnicas que, según un experto, no vale la pena componer. La cámara con casi 4 años de antigüedad ya es obsoleta. Es lo único que falta y claro, tampoco es que haya mucho que llevarse. La tele pesada y estorbosa a veces se apaga sola, el aparato de sonido no toca mp3 y a la consola le falta la aguja. Los reproductores de DVD y VHS se traban con frecuencia. No tocaron la compu de JM, seguramente porque se encuentra al fondo del departamento.
Luego del susto y tratando de neutralizar la sensación de despojo y vulnerabilidad, hago el recuento de los daños: afortunadamente mi perro está bien, no lo madrearon, envenenaron o se lo llevaron. Tuvo que ser alguien conocido, que ha entrado a casa y que conoce a Kato; incapaz de hacer daño y, mucho menos, de distinguir a un amigo de un enemigo. Afortunadamente está aquí, tan tranquilo, conchudo y demandante como siempre. Lo que en verdad me frustra son los archivos. Perdí mi tesis de maestría casi terminada, 14 capítulos de una novela, apuntes, cuentos, cientos de fichas de investigación, textos que he publicado y otros que, al fin en formato libro, están por salir. De la mayoría no guardo respaldo. Además fotos de estancias con becas en Italia y España, del trabajo en el Taller de artes y oficios de Bogotá, de nuestro deambular (mío y de JM) por las hermosas calles de Bogotá y París, presentaciones de libros y revistas de mi pareja y de amigos entrañables, ferias de libro, trabajos de mis alumnos de talleres de encuadernación, fiestas familiares y borracheras con amigos, los tres lugares donde hemos vivido, nuestro perro desde que llegó con nosotros… Sonará ridículo, pero es como si esos hechos no hubieran sucedido, porque el registro fotográfico simplemente ya no existe.
Y luego está la sensación de desnudez. Puedo superar, con dificultad, que se hayan llevado parte de mi vida en archivos; sin embargo la sensación de que uno o varios desconocidos haya entrado a mi departamento, donde hago lo más íntimo de mi vida cotidiana; resulta perturbador. Ahora me siento insegura y vulnerable; como si pudieran regresar en cualquier momento. Casi a diario despierto de madrugada, camino por el pasillo, tratando de descubrir algo anormal en las sombras nocturnas. Cuando llego a la puerta, verifico que esté bien cerrada, con la cadena atorada y, para despejar dudas, me asomo por la mirilla. Sobra decir que nunca he notado algo extraño.
Trato de tranquilizarme, aspiro hondo. Y de nuevo las dudas, los ruidos del edificio que ahora me resultan tan sospechosos, el rechinido de la duela, los camiones de carga que pasan por la avenida y, sobre todo Kato, que tiene por costumbre gruñir y ladrarle a la nada, a un vacío que está dentro del departamento, en una pared, en una esquina, debajo de un sillón; donde evidentemente no hay nadie.
Supongo que me llevará un tiempo. Las amistades ayudan, se crea una comunidad de los “también se metieron en nuestro departamento”, se cuentan las anécdotas y se escucha con atención, asintiendo con la cabeza. Te dan consejos e insisten en el hecho de que pudo haber sido peor. Y es cierto, pero aún así, el miedo aún no se ha ido.

No hay comentarios: