jueves, 5 de julio de 2007

La gotera

Raymundo y yo dimos fin a nuestra relación en los mejores términos. Vivimos juntos por el simple hecho de ser buenos camaradas, pero sin sentimiento de amor ni de pasión el uno por el otro. Después de la separación nos seguimos viendo con cierta regularidad. Poco a poco nuestros encuentros se espaciaron hasta que perdimos el contacto.
Un día, después de casi dos años de no saber nada de él, recibí un correo electrónico en el cual me pedía que cuidara su departamento durante tres meses, pues pensaba hacer un viaje largo. Acepté de inmediato, el tono suplicante de su mensaje no se prestaba a ningún tipo de negativa. Además pensé que sería una buena oportunidad para reanudar nuestra amistad. El departamento se hallaba muy cerca de mi trabajo, de modo que no tendría mayor dificultad en pasar una vez por semana a la hora de la comida.
No nos vimos antes de su partida. Me envió por correo electrónico las instrucciones precisas de lo que debía hacer, acompañadas de fotografías del departamento señalizadas con líneas y puntos rojos para indicarme donde se hallaban las cosas que necesitaría y a las que debía poner especial atención. Encontré las llaves del departamento sobre mi escritorio en un sobre cerrado sin ningún tipo de mensaje. Supuse que él mismo las habría llevado y al no encontrarme las dejó en mi lugar.
La primera vez que fui me sentí como en mi hogar. Conocía el espacio de memoria gracias a las fotos. El departamento estaba impecable, parecía la maqueta promocional de una empresa inmobiliaria o de una tienda de muebles. No había nada personal a la vista, ni fotos, ni objetos, ni detalles que pudieran darme una idea del tipo de persona que era Raymundo. Después de tanto tiempo de no saber de él, me parecía que no lo conocía y el aspecto del departamento no ayudaba en nada. Pensé en hurgar en los cajones y repisas en busca de algún indicio de cómo llevaba su vida. Ya no sabía nada de él, no habíamos tenido oportunidad de vernos antes de su viaje y ni siquiera había escuchado su voz. El correo electrónico había facilitado las cosas pero nos había distanciado más de lo que ya estábamos. Al final no lo hice, sentí cierto pudor ridículo y me concentré sólo en lo que me había pedido.
Cumplí el ritual sin ningún contratiempo. Encontré cubetas y bandejas exactamente dónde y cómo dijo que las encontraría. Dejé las ventanas abiertas mientras regaba las plantas y quitaba las hojas secas. Pasé un trapo húmedo sobre los muebles indicados en las fotos y aspiré los tapetes. Guardé los instrumentos en su lugar, cerré las ventanas, me cercioré de que todo estuviera en orden y salí.
Durante un mes, de los tres que Raymundo permanecería fuera, visité el departamento una vez por semana y repetí las mismas actividades que el primer día, sin atreverme a hacer otra cosa que lo solicitado.
Entraba y salía lo más rápido posible. No me apetecía permanecer más tiempo que el estrictamente necesario. Raymundo me había dado total libertad para hacer uso del espacio. Podrías ver una película, cocinar o dormir si te apetece, siempre y cuando dejes todo en su sitio antes de marcharte, escribió en su último correo. El lugar era muy lindo, pero tanto orden me agobiaba y todo el tiempo que permanecía dentro me sentía como una intrusa a punto de ser descubierta. Además, un ruido regular y persistente resonaba en mis sienes cada que visitaba el departamento, era como una gotera, pero por más que busqué alguna fuga de agua, no encontré nada.
La primer semana del segundo mes mientras regaba las plantas, un aparatoso accidente de tránsito justo enfrente del edificio ocupó toda mi atención. Permanecí dentro más tiempo de lo habitual. Me entretuve en la ventana, mientras observaba los carros abollados y la discusión que se desató entre los dos conductores sin mayores consecuencias que un par de aventones y un acuerdo con el seguro para cubrir los gastos. Un par de veces, mientras observaba la calle, sentí como si alguien se moviera a mis espaldas, pero cuando volteé no vi nada y tampoco le di importancia.
La semana siguiente encontré el tapiz de la sala hecho jirones, el resto del departamento seguía tan impecable como siempre. No me lo explicaba y me preocupó que Raymundo pensara que yo había sido la causante. Me dispuse a realizar las tareas de siempre mientras pensaba en la mejor forma de resolver el problema. Al final arranqué un pedazo de tapiz con el propósito de conseguirlo y volver a colocarlo en las paredes. Raymundo no tendría porqué enterarse.
Cuando salía del edificio caí en la cuenta de que había olvidado regar una de las plantas, me dio pereza regresar y confié en que la maceta tendría suficiente agua hasta mi próxima visita.
El fin de semana lo dediqué a buscar el tapiz sin encontrarlo. Nadie reconocía el diseño ni como descontinuado. Parecía que se trataba de un papel italiano inconseguible. No quería ni imaginar la reacción que tendría Raymundo al ver su departamento y tampoco podía pensar en una explicación convincente.
La semana siguiente regresé con miedo, no sabía lo que me esperaba. Un olor nauseabundo me recibió en el pasillo. Aceleré el paso mientras maldecía a la vecina, una viejecilla de aspecto descuidado que vivía sola y que siempre estaba ávida de conversar con alguien, pensé que ella era la causante del hedor. Cuando abrí la puerta, el olor concentrado me golpeó de frente. Me tapé boca y nariz con la manga del suéter y entré con el codo por delante como si alguien o algo me impidiera el paso. Abrí todas las ventanas de par en par y busqué por todos lados la causa sin encontrarla. Mientras la peste salía por la ventana me dispuse a regar las plantas con la firme convicción de largarme lo antes posible. Pensé que el tufo sería igual que el ruido regular y constante de una gotera que escuché desde el primer día: una imaginación mía o un hecho sin explicación por el cual no valía la pena perder el tiempo.
Cuando terminé mis tareas miré los muros. El tapiz se encontraba en perfecto estado, pero el diseño era distinto. Mientras trataba de buscar alguna explicación, me percaté de que la planta que había olvidado regar la semana pasada estaba muerta. El esplendoroso color verde había sido reemplazado por un gris rata y las hojas lucían marchitas. Me sentí desolada y culpable. No había nada que pudiera hacer. Removí la tierra y las raíces se hicieron polvo en mis manos. Enterré los restos de la planta en la misma maceta y terminé mis actividades con un sentimiento de culpa que amenazaba con perseguirme.
Maldije la hora en la que acepté hacerme cargo de un departamento de alguien que no veía hacía mucho tiempo. Raymundo y yo fuimos pareja y luego amigos, pero el tiempo y la distancia habían eliminado cualquier tipo de compromiso cuando me buscó para hacerme su petición.
En el camino a casa pensé que podría no ser el departamento de Raymundo. No había nada que me recordara a mi antigua pareja, no lo había visto ni hablado con él. Su dirección de correo electrónico no era la misma que le conocía. El incidente del tapiz despertó mi suspicacia, pero el de la planta me puso en un estado paranóico. Tomé la decisión de hurgar en todos los rincones en busca de algún rastro de mi expareja. Nada de pudores necios. Necesitaba estar segura de que se trataba del hogar de alguien conocido y de que mi estupor por el tapiz y mi pesar por la planta valían la pena. El ruido de gotera y el mal olor no tenían explicación ni razón de ser con alguien tan ordenado como Raymundo.
La siguiente visita llevé un repuesto para la difunta. Compré una planta que se le parecía sin estar segura de que se tratara de la misma, a decir verdad me sentí totalmente incapaz de recordar el aspecto de la planta con exactitud. Cuando introduje la llave en la cerradura tuve unas ganas infinitas de largarme. Ya no percibía ningún olor, pero tenía la sospecha de que dentro me esperaba otra sorpresa poco agradable y no tenía ganas de enfrentarme a un departamento vacío e impersonal cuyo propietario era un fantasma.
Aspire aire y me dispuse a realizar mis actividades semanales: abrir ventanas, regar plantas, arrancar y tirar hojas muertas, limpiar muebles y aspirar tapetes. Cuando terminé planté a la nueva en la maceta vacía, con la seguridad de que no sobreviviría un solo instante.
Luego me precipité a la recámara y abrí todos los cajones sin encontrar nada. Todo estaba vacío, no había ropa ni papeles ni objetos personales: nada. Mi párpado izquierdo saltaba con insistencia, me sentía dentro de un abismo, en medio de la nada, en un lugar inexistente. Salí y cerré las ventanas.
Cuando guardaba la aspiradora en su caja sentí un cosquilleo en la oreja, como si alguien hubiera suspirado a mis espaladas. Una gota de sudor frío recorrió cada vértebra de mi espalda. Mi párpado dejó de temblar al instante. El miedo me paralizó y no fui capaz de girarme para comprobar que no había nadie y que tampoco había viento con las ventanas cerradas. El ruido de gotera se hizo más insistente, como si hubiera aumentado su tamaño y permitiera la entrada de una cantidad mayor de agua.
Regresé al trabajo y le escribí un correo electrónico a Raymundo en el cual le decía que lo sentía mucho pero que no podía ni quería seguir cuidando su departamento porque tenía una carga abrumadora de trabajo y me deprimía entrar a un lugar que parecía no haber estado habitado nunca. No le comenté nada de las extrañas experiencias, eran poco creíbles. Esperé la respuesta en vano. Si al principio dudaba de la identidad del dueño del departamento, ahora dudaba de mi cordura.
Aunque había decidido no volver, todos los días jugaba con las llaves sin darme cuenta. Cuando llegó el día de la visita semanal traté de ignorarlo y organicé una comida con los compañeros del trabajo para no tener la tentación de volver. No sirvió de mucho. No pude dormir durante toda la noche. Era más fuerte mi curiosidad que mi miedo y mi fastidio. Sabía que el hogar de Raymundo había cambiado de algún modo y quería verlo. A la mañana siguiente me levanté temprano y encaminé mis pasos al departamento. En cuanto la cerradura cedió, dejé caer mis párpados. Empujé la puerta con el pie y entré con los ojos cerrados. Cuando los abrí las sillas y sillones estaban despanzurrados, con el relleno por fuera. El resto parecía estar en orden. No percibí ningún olor o sonido, la gotera parecía haber desaparecido.
Abrí las ventanas, regué las plantas, corté y tiré las hojas muertas, limpié los muebles y aspiré los tapetes. La planta nueva estaba radiante pero era totalmente diferente a la que yo había llevado y tampoco se parecía a la difunta.
La luz de la mañana le daba un aspecto más acogedor al departamento. Me sentía más cómoda y relajada. Dejé caer mi cuerpo en uno de los sillones despanzurrados y cerré los ojos. La sensación de que alguien pasaba corriendo frente a mí hizo que los abriera de nuevo. No había escuchado ningún ruido, pero la impresión de que no estaba sola era tan clara que sentía el cabello de mi nuca erizado. Me levanté del sillón y busqué en todas las habitaciones y en los escondites posibles sin encontrar nada. Estaba sola en un lugar que parecía no pertenecer a nadie. Salí confundida y decidida a no regresar jamás. Tiré las llaves en un basurero público fuera de mi trabajo y traté de no pensar ni en el lugar ni en Raymundo.
Días después me arrepentí. La primer semana del último mes que Raymundo estaría fuera, salí de la oficina a medio día. Introduje las manos en el basurero fuera del edificio y lo primero que tocaron mis dedos fue el frío metal de las llaves que me esperaban. Me dirigí sin titubear al departamento.
Todas las ventanas estaban abiertas. No se percibía ningún olor o sonido extraño. La planta nueva lucía esplendorosa. Las paredes y los muebles tenían el impecable aspecto de mis primeras visitas, pero se hallaban en lugares distintos. La sensación de otra presencia se acrecentó con ruidos que provenían de la habitación y la cocina, donde no había nadie.
El miedo se convirtió en un terror paralizante. Me quité los zapatos y me recosté en el sillón más grande de la sala. Ignoré los ruidos que de pronto provenían de todos los rincones, como si hubiera gente murmurando. Traté de tranquilizarme, todo debía ser producto de mi imaginación.
Me quedé dormida. Un eco constante me despertó. El departamento estaba inundado y varios objetos que no recordaba haber visto flotaban en el agua que alcanzaba no menos de 30 centímetros. Me levanté y busqué la fuente de la inundación. Todos los grifos estaban cerrados, no había ninguna fuga visible. Las coladeras del baño y cocina parecían tapadas. La puerta de entrada estaba atorada, ni siquiera podía mover el picaporte. Me costaba trabajo respirar, los párpados me temblaban y la vista se me nublaba. Regresé al sillón y traté de tranquilizarme. Pensé que alguien derribaría la puerta en cualquier momento, la inundación tendría que ser evidente para los vecinos.
Minutos después me levanté. Las ventanas habían desaparecido de los muros. Las puertas de las demás habitaciones estaban cerradas y no pude abrirlas. Traté de gritar pidiendo auxilio, pero mi voz era sólo un susurro.
He decidido esperar a Raymundo. Paso la mayor parte del tiempo al acecho de los ruidos que inundan el espacio y que siempre son diferentes. Cada vez que despierto hay algo flotando en el agua que no había visto antes: un carrete de hilo, una pluma, un sombrero. El nivel del agua permanece invariable. A veces es turbia y otras es tan transparente que puedo identificar los detalles del suelo.
Casi siempre me sobresalto con el chapotear de alguien que no está aquí. He perdido la cuenta de los días, sólo espero que Raymundo llegue pronto.

La Santisima Muerte

domingo, 6 de mayo de 2007

La película que no vimos

Salimos con el tiempo justo. Antonio ya iba molesto. Fingí un interés desmedido por mi clase de danza, quería salir de la escuela lo más tarde posible para que no nos vieran juntos. Sólo éramos amigos pero los encuentros periódicos habían levantado sospechas en nuestras respectivas parejas. Estábamos enganchados con el cine independiente y queríamos ver todo lo que tuviera un tufillo trasgresor y erótico, aunque a la mera hora fuera decepcionante. Yo no invitaba a Ulises porque nunca coincidíamos en los gustos y Antonio no invitaba a Griselda porque a ella ni siquiera le gustaba el cine.
Abordamos el trolebús en el Eje 4. Hicimos algunas bromas a costillas de los demás pasajeros y nos contamos las últimas de nuestras respectivas parejas. Nos entendíamos muy bien y sabíamos lo suficiente el uno del otro como para no traicionarnos.
El trolebús avanzaba a muy buena velocidad. Llegaríamos justo a tiempo si no se presentaba ningún imprevisto. Estábamos muy entusiasmados con la película. Ese día era la única función y sabíamos que difícilmente la volverían a programar. Leímos una reseña en alguna revista universitaria y nos pareció que teníamos que verla. Nuestro destino era la Cineteca Nacional.
De pronto el trolebús se paró de golpe. Miramos hacia delante en busca de lo que nos impedía el paso. No alcanzábamos a ver nada y después de un par de segundos mi amigo estalló contra mí: ya ves, te lo dije, pero siempre se hacen las cosas como tu quieres, no vamos a llegar a tiempo, es muy molesto ver una película empezada, de haber sabido mejor me voy solo y no te espero o mejor me voy con Griselda que se las olió y me espera una cagotiza y todo para qué a ver para qué.
Los pasajeros se encaramaron en las ventanillas de la derecha. La altura del trolebús nos daba una vista privilegiada sobre el motivo del retraso: rodeado de gente que cuchicheaba sin parar, un cuerpo yacía sobre un charco de sangre con la cabeza cubierta y al lado una moto tirada. Los mirones y la llegada de la ambulancia obstaculizaban el paso y nos daban la oportunidad de fisgonear un poco. Aproximadamente diez minutos después el trolebús se puso en marcha de nuevo. Antonio iba callado y yo ya no pensaba en el retraso ni en la película ni en Ulises. Imaginaba el modo en que el motociclista había sido embestido por ¿un auto, un camión? Quizá derrapó él solo por exceso de velocidad. La motocicleta no era de repartidor de nada, o al menos no tenía ese aspecto. Me preguntaba a qué se habría dedicado, su edad y su aspecto.
Un poco antes de llegar a nuestra parada, Antonio arremetió de nuevo: ya viste a qué horas son, no vamos a llegar, sabía que tenía que pasar algo, haces mucha concha y crees que toda va a salir como quieres. Ahora sí, no vuelvo a ir al cine contigo. No era la primera vez que decía que no iba al cine conmigo y yo ya ni lo tomaba en serio, sabía que tarde o temprano me buscaría. Antonio detestaba sentarse solo en una sala de cine. Quizá lo abordaban otros hombres o simplemente su orgullo no le permitía exponerse solo, como si no tuviera amigos o novia.
Según mis cálculos todavía estábamos a tiempo de llegar si el metro avanzaba con normalidad. Ya en la parada, no me ayudó a descender del trolebús y se adelantó a las escaleras del metro. Cuando lo alcancé estaba formado atrás de dos personas y la taquillera no se veía por ningún lado. Pasé a su lado y le extendí un boleto. Abordamos el tren que parecía esperarnos sin dirigirnos la palabra. En momentos así lo mejor era no hacerle caso. Luego se le pasaba y platicábamos como si nada. Él también aguantaba mis cambios de humor sin grandes aspavientos y creo que ahí residía parte importante de nuestra amistad.
Sólo eran cuatro estaciones, pero justo una antes de llegar el tren se detuvo a mitad del túnel, se apagaron las luces y se hizo el silencio. Los pasajeros estaban en calma aparente, nadie decía nada y la charla que llevaban algunos se desvaneció en un susurro. Agradecí que no hubiera niños, suelen ser los primeros en desesperar.
Pasaba el tiempo y no había indicios de que el tren fuera a avanzar. Antonio se me acercó poco a poco. Pensé que me diría algo. Ya me había acostumbrado a la oscuridad y le busqué la cara para tratar de adivinar su estado de ánimo. Miraba hacia algún punto fijo en el piso y respiraba con dificultad. De pronto me apretó la mano y no me soltaba.
¿Qué te pasa? Cálmate. Levanta la cabeza. Tranquilo. Levanté su cara con la mano que tenía libre y aunque traté de hablar casi en un susurro, me pareció que todo el mundo me había escuchado y sentí las miradas de los demás pasajeros en nosotros. El cuerpo de mi amigo estaba cada vez más rígido y un leve temblor lo sacudía de vez en cuando. Empecé a preocuparme, no sabía qué hacer y me estaba contagiando su angustia. De pronto se encendieron las luces y el tren se puso en marcha. Antonio estaba pálido y no soltó mi mano hasta que descendimos. Ya no parecía tener prisa.
Llegamos con quince minutos de retraso. Cuando comprábamos los boletos vimos un anuncio que advertía que la película estaba dañada. Nos miramos decepcionados, pero de todos modos entramos a verla. La sala estaba muy oscura y perdimos al menos cinco minutos más en lo que nos acostumbrábamos a la oscuridad para escoger los asientos.
Me arrepentí de no haber comprado las palomitas de siempre, tenía hambre y miedo de que mi estómago empezara a crujir en medio de tanta solemnidad y silencio. Entonces me acordé de que traía unos panecillos. Abrí mi mochila y hurgué en su interior sin despegar la mirada de la pantalla. No encontraba nada. Después de un rato di con la envoltura y por el tacto supe que los panecillos estaba aplastados. De todos modos abrí el empaque y metí la mano varias veces para sacar las migajas, pero era tanto el ruido que desistí, las miradas del público cercano me intimidaron.
Habíamos llegado tarde y era normal que nos tomara un poco de tiempo entender lo que estaba pasando en la pantalla, pero después de varios minutos supe que no entendería absolutamente nada. Así que me recliné en el asiento y me puse lo más cómoda posible. Estaba muy cansada, casi no había dormido por hacer una tarea a última hora y había practicado casi dos horas de danza. Antonio debió sentir que mi cuerpo se relajaba porque se acercó a mi oído: no te vayas a dormir, ¿eh?
Seguí con los ojos fijos en la pantalla y al poco rato me quedé profundamente dormida. Poco después los ronquidos de Antonio me despertaron. La película seguía. Le di un codazo que sólo sirvió para que se acomodara, dejara de roncar y siguiera durmiendo. Pensé que el fin estaría próximo pero los minutos pasaban y no parecía que fuera a terminar pronto.
Estaba por dormirme de nuevo cuando un ruido atronador me despertó e hizo que Antonio casi saltara de su asiento. Dos filas adelante de nosotros había una pareja y el pedo, no pudo haber sido otra cosa, vino de ellos. Los espectadores cercanos volteamos en varias direcciones y ellos fueron los únicos que permanecieron inmóviles, como si nada hubiera pasado.
Antonio y yo nos levantamos al mismo tiempo y salimos de la sala aguantándonos la risa. Caminamos hacia el metro. Ya casi era de noche, habíamos estado casi tres horas dentro de la sala y no teníamos idea de qué iba la película.
⎯ Qué película tan gacha y tanto desmadre para venir a verla. Encima nos toca un viejo pedorro y el accidente. Ahora a ver qué le digo a Griselda, ¿y Ulises no está enojado?
⎯ Pues cuando le dije que venía al cine contigo no se enojó. Yo no se para qué le echas mentiras a tu vieja, de todos modos se entera y se encabrona.
⎯ Uy ya me saliste muy liberal, a ver entonces ¿por qué quisiste salir tan tarde de la escuela? Para que no te viera nadie conmigo, no te hagas.
⎯ Mira mejor ni empieces porque después de lo mariquita que te pusiste hoy en el metro, no tienes cara para decirme nada
⎯ De veras guey sentí que me moría, pinche metro. Además traía en la cabeza al ensangrentado ese. Cómo no llegamos antes para ver el accidente.
⎯ Morboso de mierda…
El resto del camino lo hicimos hablando de cualquier cosa menos de la película, de la cual ni el nombre recuerdo.
Griselda casi lo deja después de esa y Ulises se divirtió tanto con la anécdota que a veces nos acompañaba y siempre encontrábamos el modo de pasarla bien. Poco a poco la euforia por el cine independiente y de autor se nos pasó. Y de algunas películas como la que no vimos, sólo nos quedó la anécdota.