martes, 18 de agosto de 2009

CARNIVAL, la contracultura también está en la tele

La contracultura es ya de por sí un término de controversial definición, pero digamos que se refiere a los movimientos culturales alternativos, contrarios o ajenos a la cultura oficial. Es inevitable tomar en cuenta que tanto la cultura oficial como la contracultura se mueven constantemente y, por lo tanto resulta complicado, por no decir imposible, predecir o identificar qué es contracultural y qué no lo es, en el volátil y resbaladizo presente inmediato. Algunos personajes reconocidos dentro de la cultura oficial, sin serlo realmente, permanecen con la etiqueta de contraculturales: los beatniks, Allen Ginsberg, Jack Kerouak, William S. Burroughs. Tanto la literatura como la música fueron las disciplinas más visibles en la contracultura. Aunque también el cine, la pintura, la danza y el performance hicieron de las suyas.
¿Y qué pasó con la televisión? Medio siempre vilipendiado y renegado de las artes. Afortunadamente, este medio masivo experimentó un desarrollo inesperado. Justo en el momento en el que el cine parecía haberlo dicho todo, las series televisivas, desde los Simpson hasta Los Soprano, desarrollaron propuestas interesantes.
Un ejemplo emblemático y poco abordado es la serie, en sólo dos capítulos de HBO, Carnivale. Se trata de una propuesta fresca, transgresora y magníficamente producida, que cuenta con un guión sólido, buenas interpretaciones y un enfoque maduro que recurre a la violencia y al sexo para apuntalar la historia. Esta serie, de ambientación histórica, no sólo complace a los morbosos con un contexto de feria ambulante de freaks de los años 30s (con sus enanos forzudos, gigantes, tragadores de fuego, encantadores de serpientes, mujeres barbudas, pitonistas, tarotistas y siamesas), sino que se adentra en un periodo histórico desarrollado en el sur de los Estados Unidos, justo después del gran desplome de la bolsa norteamericana que condenó a la pobreza más extrema a millones de ciudadanos, abocándolos directamente a la muerte por inanición, enfermedad o, simplemente, a la locura que produce haber perdido todo en cuestión de minutos. Las habituales imágenes de aquella época: familias enteras tiradas en el camino, harapientos enterrando a sus recién nacidos, fábricas funcionando a duras penas en condiciones infrahumanas, sustentadas por el trabajo de niños y adultos esqueléticos; resumen el gran sueño americano a principios de siglo pasado.
El trasfondo es la Gran Depresión, y el argumento se resume en la eterna lucha entre el bien y el mal. El duelo interpretativo corresponde a Nick Stahl (Bastardo Amarillo en Sin City y John Connor en Terminador 3) y Clancy Brown (el malo de Los Inmortales). Además de estas interpretaciones cabe destacar a Michael J. Anderson, en el papel de Samson, antaño enano forzudo y convertido en director de la compañía ambulante de fenómenos variopintos.

Lo contracultural de Carnivale se basa, no en la millonaria producción para retratar fielmente la Norteamérica profunda en tiempos de la Gran Depresión: caminos polvorientos, pobreza extrema, analfabetismo y religiosidad exacerbada. Sino en lo contracultural de su propuesta, que se articula en dos tramas paralelas: la del fugitivo Ben Hawkins y la del Padre Justin Crowe, ambos avatares de la vieja y encarnizada lucha entre la oscuridad y la luz, ambos con poderes más allá de lo humano y con una naturaleza ambigua y contradictoria.
Carnivale recrea la crudeza de un mundo devastado, salpicado de la voluptuosidad inherente al ser humano, efervescente en época de crisis; con una trama sólida y original basada en un argumento recurrente, reformulado dentro de lo que últimamente recibe la etiqueta de “fantasía oscura contemporánea”. El nivel de misterio y esoterismo, resultado de la combinación entre la rutina de la vida cotidiana y esos personajes más voluptuosos e intrigantes de lo que aparentan, se traduce en una atracción difícil de eludir.
La corta vida de la serie, sólo dos temporadas a mi modo de ver, consolida su carácter transgresor, pues no apela al éxito inmediato y a la complacencia del público, sino a una trama sin final, cuyo desenlace depende de cada espectador.
No es posible omitir las influencias más evidentes de Carnivale; Twin Peaks de David Lynch y Freaks de Todd Browning. La serie televisiva de David Lynch indudablemente influye en las ambientaciones siniestras y asfixiantes, y en las inquietantes recreaciones de épocas y personajes retorcidos. De la película Freaks, se retoma la paradoja sobre la belleza y la fealdad del ser humano, también “casualmente” ambientada en la Gran Depresión.
La batalla entre el bien y el mal es la quintaesencia de Carnivale: atemporal, presente desde el inicio de la humanidad, cuando se relataban historias alrededor de una fogata. Carnivale es contracultural porque retrata el corazón de E.U. en una época completamente desesperanzadora y miserable de su historia. Como espectador, es posible sentir el sabor del polvo en la lengua y el olor acre del sudor rancio y del sexo desesperado que pululaba durante la Gran Depresión.
Otro detalle importante en esta serie es el retrato sutil pero contundente de la tradición evangélica y manipuladora del cristianismo, sin caer en lugares comunes ni en denuncias fanáticas.

Lo contracultural es efímero e inasible, pero tiene el poder de plasmar una huella contundente y duradera, más allá del lugar común y de las complacencias.

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