domingo, 6 de mayo de 2007

La película que no vimos

Salimos con el tiempo justo. Antonio ya iba molesto. Fingí un interés desmedido por mi clase de danza, quería salir de la escuela lo más tarde posible para que no nos vieran juntos. Sólo éramos amigos pero los encuentros periódicos habían levantado sospechas en nuestras respectivas parejas. Estábamos enganchados con el cine independiente y queríamos ver todo lo que tuviera un tufillo trasgresor y erótico, aunque a la mera hora fuera decepcionante. Yo no invitaba a Ulises porque nunca coincidíamos en los gustos y Antonio no invitaba a Griselda porque a ella ni siquiera le gustaba el cine.
Abordamos el trolebús en el Eje 4. Hicimos algunas bromas a costillas de los demás pasajeros y nos contamos las últimas de nuestras respectivas parejas. Nos entendíamos muy bien y sabíamos lo suficiente el uno del otro como para no traicionarnos.
El trolebús avanzaba a muy buena velocidad. Llegaríamos justo a tiempo si no se presentaba ningún imprevisto. Estábamos muy entusiasmados con la película. Ese día era la única función y sabíamos que difícilmente la volverían a programar. Leímos una reseña en alguna revista universitaria y nos pareció que teníamos que verla. Nuestro destino era la Cineteca Nacional.
De pronto el trolebús se paró de golpe. Miramos hacia delante en busca de lo que nos impedía el paso. No alcanzábamos a ver nada y después de un par de segundos mi amigo estalló contra mí: ya ves, te lo dije, pero siempre se hacen las cosas como tu quieres, no vamos a llegar a tiempo, es muy molesto ver una película empezada, de haber sabido mejor me voy solo y no te espero o mejor me voy con Griselda que se las olió y me espera una cagotiza y todo para qué a ver para qué.
Los pasajeros se encaramaron en las ventanillas de la derecha. La altura del trolebús nos daba una vista privilegiada sobre el motivo del retraso: rodeado de gente que cuchicheaba sin parar, un cuerpo yacía sobre un charco de sangre con la cabeza cubierta y al lado una moto tirada. Los mirones y la llegada de la ambulancia obstaculizaban el paso y nos daban la oportunidad de fisgonear un poco. Aproximadamente diez minutos después el trolebús se puso en marcha de nuevo. Antonio iba callado y yo ya no pensaba en el retraso ni en la película ni en Ulises. Imaginaba el modo en que el motociclista había sido embestido por ¿un auto, un camión? Quizá derrapó él solo por exceso de velocidad. La motocicleta no era de repartidor de nada, o al menos no tenía ese aspecto. Me preguntaba a qué se habría dedicado, su edad y su aspecto.
Un poco antes de llegar a nuestra parada, Antonio arremetió de nuevo: ya viste a qué horas son, no vamos a llegar, sabía que tenía que pasar algo, haces mucha concha y crees que toda va a salir como quieres. Ahora sí, no vuelvo a ir al cine contigo. No era la primera vez que decía que no iba al cine conmigo y yo ya ni lo tomaba en serio, sabía que tarde o temprano me buscaría. Antonio detestaba sentarse solo en una sala de cine. Quizá lo abordaban otros hombres o simplemente su orgullo no le permitía exponerse solo, como si no tuviera amigos o novia.
Según mis cálculos todavía estábamos a tiempo de llegar si el metro avanzaba con normalidad. Ya en la parada, no me ayudó a descender del trolebús y se adelantó a las escaleras del metro. Cuando lo alcancé estaba formado atrás de dos personas y la taquillera no se veía por ningún lado. Pasé a su lado y le extendí un boleto. Abordamos el tren que parecía esperarnos sin dirigirnos la palabra. En momentos así lo mejor era no hacerle caso. Luego se le pasaba y platicábamos como si nada. Él también aguantaba mis cambios de humor sin grandes aspavientos y creo que ahí residía parte importante de nuestra amistad.
Sólo eran cuatro estaciones, pero justo una antes de llegar el tren se detuvo a mitad del túnel, se apagaron las luces y se hizo el silencio. Los pasajeros estaban en calma aparente, nadie decía nada y la charla que llevaban algunos se desvaneció en un susurro. Agradecí que no hubiera niños, suelen ser los primeros en desesperar.
Pasaba el tiempo y no había indicios de que el tren fuera a avanzar. Antonio se me acercó poco a poco. Pensé que me diría algo. Ya me había acostumbrado a la oscuridad y le busqué la cara para tratar de adivinar su estado de ánimo. Miraba hacia algún punto fijo en el piso y respiraba con dificultad. De pronto me apretó la mano y no me soltaba.
¿Qué te pasa? Cálmate. Levanta la cabeza. Tranquilo. Levanté su cara con la mano que tenía libre y aunque traté de hablar casi en un susurro, me pareció que todo el mundo me había escuchado y sentí las miradas de los demás pasajeros en nosotros. El cuerpo de mi amigo estaba cada vez más rígido y un leve temblor lo sacudía de vez en cuando. Empecé a preocuparme, no sabía qué hacer y me estaba contagiando su angustia. De pronto se encendieron las luces y el tren se puso en marcha. Antonio estaba pálido y no soltó mi mano hasta que descendimos. Ya no parecía tener prisa.
Llegamos con quince minutos de retraso. Cuando comprábamos los boletos vimos un anuncio que advertía que la película estaba dañada. Nos miramos decepcionados, pero de todos modos entramos a verla. La sala estaba muy oscura y perdimos al menos cinco minutos más en lo que nos acostumbrábamos a la oscuridad para escoger los asientos.
Me arrepentí de no haber comprado las palomitas de siempre, tenía hambre y miedo de que mi estómago empezara a crujir en medio de tanta solemnidad y silencio. Entonces me acordé de que traía unos panecillos. Abrí mi mochila y hurgué en su interior sin despegar la mirada de la pantalla. No encontraba nada. Después de un rato di con la envoltura y por el tacto supe que los panecillos estaba aplastados. De todos modos abrí el empaque y metí la mano varias veces para sacar las migajas, pero era tanto el ruido que desistí, las miradas del público cercano me intimidaron.
Habíamos llegado tarde y era normal que nos tomara un poco de tiempo entender lo que estaba pasando en la pantalla, pero después de varios minutos supe que no entendería absolutamente nada. Así que me recliné en el asiento y me puse lo más cómoda posible. Estaba muy cansada, casi no había dormido por hacer una tarea a última hora y había practicado casi dos horas de danza. Antonio debió sentir que mi cuerpo se relajaba porque se acercó a mi oído: no te vayas a dormir, ¿eh?
Seguí con los ojos fijos en la pantalla y al poco rato me quedé profundamente dormida. Poco después los ronquidos de Antonio me despertaron. La película seguía. Le di un codazo que sólo sirvió para que se acomodara, dejara de roncar y siguiera durmiendo. Pensé que el fin estaría próximo pero los minutos pasaban y no parecía que fuera a terminar pronto.
Estaba por dormirme de nuevo cuando un ruido atronador me despertó e hizo que Antonio casi saltara de su asiento. Dos filas adelante de nosotros había una pareja y el pedo, no pudo haber sido otra cosa, vino de ellos. Los espectadores cercanos volteamos en varias direcciones y ellos fueron los únicos que permanecieron inmóviles, como si nada hubiera pasado.
Antonio y yo nos levantamos al mismo tiempo y salimos de la sala aguantándonos la risa. Caminamos hacia el metro. Ya casi era de noche, habíamos estado casi tres horas dentro de la sala y no teníamos idea de qué iba la película.
⎯ Qué película tan gacha y tanto desmadre para venir a verla. Encima nos toca un viejo pedorro y el accidente. Ahora a ver qué le digo a Griselda, ¿y Ulises no está enojado?
⎯ Pues cuando le dije que venía al cine contigo no se enojó. Yo no se para qué le echas mentiras a tu vieja, de todos modos se entera y se encabrona.
⎯ Uy ya me saliste muy liberal, a ver entonces ¿por qué quisiste salir tan tarde de la escuela? Para que no te viera nadie conmigo, no te hagas.
⎯ Mira mejor ni empieces porque después de lo mariquita que te pusiste hoy en el metro, no tienes cara para decirme nada
⎯ De veras guey sentí que me moría, pinche metro. Además traía en la cabeza al ensangrentado ese. Cómo no llegamos antes para ver el accidente.
⎯ Morboso de mierda…
El resto del camino lo hicimos hablando de cualquier cosa menos de la película, de la cual ni el nombre recuerdo.
Griselda casi lo deja después de esa y Ulises se divirtió tanto con la anécdota que a veces nos acompañaba y siempre encontrábamos el modo de pasarla bien. Poco a poco la euforia por el cine independiente y de autor se nos pasó. Y de algunas películas como la que no vimos, sólo nos quedó la anécdota.