miércoles, 27 de diciembre de 2006

La suplicante

El si

Federico abandona por un momento su lugar de trabajo y se dirige a Carmen con la confianza de quien conoce la respuesta. El sí que implica una cita en la tarde lo toma por sorpresa. Ya no se concentra, completamente desleal a sus hábitos de trabajo, interrumpe su labor una y otra vez para mirar el reloj que pende del muro a sus espaldas. El transcurrir del tiempo hace caso omiso a la mirada suplicante de Federico. Las manecillas no avanzan y parece que lo hacen a propósito, con franca malicia.
Mientras trabaja, por fortuna su rutina no requiere mayor concentración, imagina cómo será el encuentro, cómo se comportará, qué cosas dirá, cómo y en qué momento sonreirá, a dónde la llevará, cómo caminará y cuándo será adecuado acompañarla a casa. A todas las situaciones posibles, encuentra algún comportamiento adecuado, palabras precisas, miradas fijas o distantes. Aún con todos los preparativos, el miedo avanza lentamente por su espina dorsal, hasta convertirse en pánico.

Se siente un completo idiota con un sí. A un no ya lo conoce en sus diversas manifestaciones, un no siempre es un no; puede ir acompañado de algún atenuante, un sabes que te aprecio pero... o un para mí eres un gran amigo pero... o de plano un no franco y definitivo. En cambio un sí, es tan ambiguo, un sí no necesariamente es un sí, puede convertirse en un no en algún momento; puede incluso ser un no disfrazado de un sí.
Llega la hora de comer, pero Federico permanece en su lugar, no puede ingerir nada, su estómago procesa miedo y no permitirá la entrada de ningún intruso. Espera en silencio, inmóvil.
Después de la pausa el tiempo fluye con mayor rapidez. A las tres en punto se levanta de un salto, checa su tarjeta y se va sin despedirse. Una vez en casa, saca toda su ropa del armario y la distribuye sobre la cama, no tiene mucho de dónde escoger, pero la indecisión entre una camisa colorida y otra bicolor lo demoran en exceso. Los números de su reloj digital avanzan uno tras otro. A todos los miedos que ya siente, se suma el miedo a llegar tarde, sin decidirse por una de las camisas se mete a la ducha. Al terminar descubre que ya son casi las cuatro y media, tiene que salir de casa en media hora si quiere llegar a tiempo.
Elige la camisa menos arrugada y se viste con rapidez. Mira el reloj, no da crédito a lo que ve, de la media hora que disponía queda muy poco y todavía no se siente satisfecho con el cabello. Ya no importa, toma las llaves, cartera y un paquete de pañuelos desechables.

Sale de casa agitado y aprisa. Logra colarse en la fila del autobús y se arrincona para que la gente no le arrugue la ropa. Casi una hora después llega a la estación del metro que lo llevará al lugar de la cita. Compra un ramo de flores y se dispone a esperar el tren. Deja pasar uno, dos, tres, cuatro trenes con la esperanza de abordarlo sin peligro para su ropa y para las frágiles flores, que con tanto calor parecen perder frescura.
Aborda el quinto tren sin esperanzas de viajar tranquilo, el reloj marca una cercanía peligrosa a la hora de la cita. Sólo tiene que soportar dos estaciones, la cita es en el andén, bajo el reloj a las seis de la tarde.

A las cinco cincuenta, baja del tren y se dirige al lugar indicado. Limpia el exceso de grasa en su cara con un pañuelo, acomoda su camisa y toma el ramo de flores a la altura del pecho. Espera. Cada que un tren llega, mira hacia la derecha y hacia la izquierda, tratando de disimular su emoción.
Seis en punto, el miedo se acrecienta. Federico siente un leve retortijón en el estómago, donde se procesa miedo desde la mañana. Seis y cinco. El miedo ya no cabe y empieza a descender poco a poco hacia los intestinos, necesita salir, liberarse. No por favor, ahorita no, te lo suplico, ten piedad de mí. Aprieta las nalgas y contrae el culo con todas sus fuerzas. Un tren acaba de llegar. Ojalá que sea impuntual, que no llegue ahorita, por favor, por favor. Carmen no aparece. Federico camina fingiendo impaciencia y, una vez lejos del punto de encuentro, deja salir un pedo que para su fortuna es silencioso pero huele muy mal. Liberado y relajado, regresa al punto de encuentro y retoma la posición erguida con las flores a la altura del pecho.

Seis y diez. Los trenes se suceden unos tras otros, Carmen no llega. La cantidad de gente aumenta y disminuye sin un patrón definido. Los retortijones en el estómago no cesan, Federico ya no se mantiene tan erguido como quisiera, una punzada ligera pero constante, lo obliga a inclinar levemente el torso hacia delante. Siente la cabeza arder, gotitas de sudor nacen en su frente. Carmen no llega. Un jalón en los intestinos le avisa que uno más grande y menos controlable que el anterior está por venir. Un tren acaba de llegar, pero Federico ya no aguanta, camina hacia la salida, quiere llegar hasta los torniquetes y liberarse, pero el pedo se anticipa sin avisar y sale, esta vez es estruendoso y más apestoso que el anterior. La gente se aparta y maldice entre dientes, pero continúa su camino, no tiene tiempo que perder. Regresa al punto de encuentro más ligero, dispuesto a no dejar ir tan fácil el sí que trae entre las manos.

Seis catorce. Se siente mal, el miedo controla su cuerpo sin que pueda hacer nada. Su estómago burbujea. Aprieta el culo, contrae las nalgas y permanece inmóvil. Necesita ir al baño, pero no se quiere mover porque si Carmen llega y no lo encuentra pensará que se ha ido o que la ha dejado plantada. Las flores ya no están a la altura del pecho, agonizan hacia el suelo. Una gota helada de sudor recorre su espalda, se estremece.

Seis treinta. Quiere irse pero no puede, un solo movimiento ocasionaría la salida en masa del miedo acumulado. Además siente que algo más grande y concreto empuja desde lo más profundo de sus intestinos. No puede más, suda, se siente arder. El vientre está inflamado y el botón del pantalón está a punto de ceder. Que no venga por favor que no venga. Piensa en salir corriendo a buscar un baño y en pedirle a alguien que espere a Carmen: de estatura mediana, un poco gordita, con ojos grandes, de cabello largo y lacio; y que le diga que Federico viene en un momento, que tuvo que salir a atender un asunto urgente. Ha perdido toda atención, ya no busca a un lado y al otro cada que llega un tren. Un solo movimiento, uno solo, puede provocar un desastre.

Seis treinta y nueve. Un tren particularmente lleno acaba de llegar, Federico distingue entre la multitud a una mujer que le sonríe. Quiere escapar, salir corriendo, aunque vaya dejando rastros tras de sí. Un hombre maduro pasa a su lado y lo empuja, el empujón no es tan fuerte como la sorpresa. Federico relaja las nalgas, el culo da de sí, una sucesión de pedos escandalosos y festivos, acompañados por un hedor insoportable y un pedazo de mierda, se liberan de su cuerpo. Los intestinos dejan de retorcerse. El vientre recupera su tamaño normal. El sudor frío se seca de golpe y el calor intenso se esfuma. Se siente relajado, casi feliz. La mujer que le sonríe es Carmen, casi no la reconoce, se ve hermosa. Federico quiere sonreír, no puede, un intenso olor a mierda envuelve el ambiente. Carmen se aproxima mientras la gente se aleja de él. Federico se siente aliviado pero derrotado, ya no tiene miedo, ya nada importa. Lo sabía: un sí no podía traer nada bueno.

La calle...